Sofía creció en una casa donde la estructura no era un estilo: era una regla. Su papá marcaba el ritmo con una presencia firme que llenaba cada rincón. No necesitaba alzar la voz para hacerse notar. Bastaba su caminar recto, el sonido preciso de las llaves sobre la mesa, el orden exacto de los documentos alineados en su escritorio. Su forma de moverse imponía un tipo de orden que se transmitía a toda la casa. Desde pequeña, Sofía aprendió a acomodarse a ese ritmo porque su papá se lo pedía con una claridad inconfundible. Él corregía cuando algo se salía del plan, revisaba cómo llevaba la tarea, ajustaba su postura, señalaba lo que debía hacer y cómo debía hacerlo. Su tono era directo, preciso, sin espacio para dudas. Y aunque él lo hacía pensando en enseñarle disciplina, para Sofía cada instrucción se convertía en una medida de valor. Si lo hacía bien, había calma. Si no, el ambiente se tensaba. Su cuerpo, sin embargo, tenía otro lenguaje. Ideas que se encendían de golpe, movimientos impulsivos, una energía que buscaba salir en ráfagas breves, como si necesitara cambiar de dirección para poder pensar. Pero en esa casa los cambios bruscos tenían un costo. Las distracciones eran corregidas, los movimientos inesperados eran frenados, los impulsos eran canalizados hacia “pon atención”, “hazlo así”, “termina primero”. Ella no entendía por qué le costaba tanto seguir el paso exacto que esperaba su papá; solo sabía que tenía que lograrlo. Así fue moldeando una forma de vida en la que la contención venía antes que el movimiento. Sofía empezó a respirar midiendo la intensidad, a pensar corrigiéndose a sí misma, a ordenar su mundo para no desbordarse. Con los años, esa disciplina se convirtió en la voz interna que ahora la acompaña: una voz que la apura, que la exige, que revisa cada detalle como si estuviera replicando los ojos atentos de su papá. No le dice “hazlo bien” para avanzar; se lo dice para no fallar. No para destacar, sino para no romper el equilibrio aprendido. Sofía cree que es responsabilidad. En realidad, es un reflejo profundo de cómo aprendió a sentirse aceptada: cumpliendo. La creatividad que aparece en su vida adulta —en forma de talleres, cursos, fotografías y proyectos nuevos— no es un simple gusto. Es la parte de ella que siempre quiso espacio y nunca lo tuvo. Es un movimiento que por fin encuentra una salida. Cada actividad nueva es un alivio para un cuerpo que pasó años intentando ajustarse al molde de alguien más. Lo llama curiosidad, pero su cuerpo lo vive como libertad. El cansancio que arrastra no nace del trabajo ni de sus proyectos. Nace del choque constante entre dos ritmos: el que aprendió a seguir para ser una buena hija y el que siempre quiso tener y nunca pudo explorar. Desde afuera, Sofía parece estable, disciplinada, confiable. Desde adentro, es una mujer que lleva años sosteniendo una estructura que no eligió, tratando de conciliar un orden impuesto con un impulso natural que pide movimiento. Y mientras intenta mantener ese equilibrio, no se da cuenta de que su vida no necesita más control: necesita el espacio que nunca tuvo para moverse sin sentirse observada.

Sofía Álvarez