Desde las 5:45 pm estoy pensando en el curso de fotografía. Sé que el lugar está a quince minutos, pero para mí quince siempre terminan siendo veinte, porque entre cerrar la computadora, acomodar mis cosas, despedirme rápido y salir al estacionamiento, siempre hay algo que se mueve un poco. Me gusta llegar temprano porque así puedo elegir un buen lugar sin tener que atravesar el salón delante de todos, y también porque me incomoda saludar a demasiadas personas de golpe; prefiero entrar cuando solo hay dos o tres y todo está más suave, más manejable. Llegar temprano también me da tiempo para escuchar las primeras indicaciones, entender de qué va la clase y sentir que estoy dentro del ambiente antes de que empiece de verdad. Es la manera en la que mejor funciono: entrar antes para no sentir que estoy interrumpiendo. Y este curso, en particular, me emociona. Es algo que quiero aprender desde hace tiempo y quiero empezar bien.

Justo cuando voy a apagar la computadora, el reloj marca 6:00 pm y entra un correo.

“Re: Póliza 3471 — dato corregido.”

Es un “dato incorrecto”. Lo abro. Lo reviso. Y como suele pasar, el error no es mío. Ajusto. Respondo. Envío. Son apenas tres minutos, pero para mí es suficiente para cambiar el mapa. Ya no llego a las 6:20, ahora llego a las 6:23 o 6:25, y sé que parece una diferencia pequeña, pero yo ya la siento como un pequeño quiebre en mi orden. Tres minutos se pueden convertir en cinco, en siete, en diez, y diez es entrar cuando ya todos están sentados y yo tengo que cruzar el salón en silencio.

Cierro todo, guardo mis cosas y salgo hacia el estacionamiento: si ese correo hubiera llegado hace media hora ya estaría en camino, si el cliente se equivocara menos no tendría que ajustar mi horario, si hubiera salido exacto a las seis estaría entrando al auto justo ahora y todo estaría en orden. Llego al carro, enciendo, salgo, y mientras llego a la avenida sigo recalculando mentalmente como si pudiera corregir el tiempo que ya se movió.

En cuanto me incorporo a la carretera, todo está detenido. Una fila larga de autos sin avanzar, luces rojas, motores en neutral. Siento cómo mi margen —ese margen que ya venía justo— empieza a encogerse. Abro el teléfono para saber qué está pasando y de inmediato aparecen las noticias: incremento en la canasta básica, otra vez, la leche, el huevo, la tortilla, todo más caro, gente marchando, bloqueos por la protesta. Y mientras leo eso, mi mente hace lo que siempre hace: unirlo todo.

Esto también me afecta a mí, yo también estoy pagando la comida más cara, el súper se siente distinto cada quincena, empiezo a quitar cosas del carrito para que alcance, cambio de marca, ajusto el presupuesto, pienso en los otros cursos que estoy tomando, en las mensualidades, en lo que ya pagué por este taller de fotografía, en lo que falta de la renta, y aun así no estoy marchando, estoy aquí atorada intentando llegar a tiempo a una clase que también estoy pagando, y ahora por las marchas tampoco llego, y si hubiera salido tres minutos antes quizá estaría más adelante, o quizá ya estaría igual parada, pero mi cabeza insiste en que esos tres minutos son la diferencia, y si el cliente no se equivocara siempre, y si yo aprendiera a no contestar correos a las seis en punto, y si hoy no tocara curso, y si hubiera agendado otra fecha, y mientras tanto el tráfico no se mueve y yo ya voy tarde, y siento que se me está juntando todo encima al mismo tiempo: el correo del cliente, el error que no fue mío, el tráfico, la subida de precios, la protesta, mis cuentas mentales, los cursos, el reloj moviéndose sin esperarme, y yo aquí, detenida, haciendo fila sin avanzar, cuando en mi cabeza ya debería estar entrando al salón, buscando lugar, sentándome, abriendo la libreta, escuchando la introducción del curso como si todo estuviera en orden.

Y en mi mente todo se mezcla, no en fila, no una cosa detrás de la otra, sino todo encima de todo, como si pensara en el dinero mientras pienso en el tiempo mientras pienso en el cliente mientras pienso en la marcha, y ninguna idea termina antes de que empiece la siguiente, y se empujan, se enciman, se montan una sobre otra hasta que ya no sé si estoy preocupada por llegar tarde, por la canasta básica, por mis cursos o por todo eso a la vez.

Y en medio de todos mis pensamientos, un golpecito en la ventana detiene todo por un instante. Un toque pequeño, seco.

Levanto la vista.

El atardecer está detrás de los autos.

Naranja.

Dorado.

Extendido sobre toda la fila.

En ese fondo aparece un hombre pasando entre los carros.

Camina con bolsas de mangos.

La fruta resalta por el color: amarillos intensos, algunos anaranjados, casi iguales al cielo detrás.

Su silueta queda marcada por la luz.

Las bolsas se delinean contra el fondo cálido.

Saco el teléfono.