Acabo de terminar un encargo para un cliente: el logotipo de una cafetería. Son las 4:32 de la tarde. El taller empieza a las 6:30 y estoy a quince minutos del lugar, tiempo de sobra. Miro el logo por un momento y, entre más lo veo, menos me convence; algo queda flojo, algo no termina de cerrar, así que abro otro archivo porque todavía tengo tiempo y prefiero hacer una segunda versión, ponerlas juntas y ver cuál funciona mejor.

Empiezo la nueva versión casi con la misma idea, moviendo detalles pequeños, ajustes que quizá puedan darle un poco más de sentido. No sé exactamente qué estoy buscando; solo avanzo porque siento que podría quedar mejor si le doy otro empujón, como siempre que termino algo y queda esa impresión de que todavía falta un poco más.

Mientras dibujo, comparo las dos versiones en mi cabeza y ninguna termina de darme esa sensación de “ya quedó”. Si hiciera una tercera tal vez aparecería algo distinto, pero tampoco puedo quedarme aquí todo el día. Reviso el reloj para calcular cuánto más puedo estirar este intento: 6:05.

Guardo los archivos sin decidir nada y cierro la computadora. Camino hacia el carro con los dos logos mezclados en la cabeza, ninguno listo, ninguno bien. Entro, arranco, y las líneas siguen moviéndose como si pudiera corregirlas aún.

Doblo hacia la avenida: luces rojas, fila detenida. La hora me cae de golpe, tarde otra vez, siempre tarde, siempre estirando todo, siempre quedándome cuando ya estaba listo.

Reviso el celular un segundo: noticias, marcha, gente caminando porque ya no alcanza, todo subiendo, todo al revés. Y pienso en el gobierno, en lo inútil que es esperar algo de ellos, en cómo nunca van a resolver nada porque ni siquiera entienden lo que está pasando, ni viven lo que vive la gente, ni saben lo que cuesta llegar a fin de mes, ni escuchan nada, ni ven nada, ni les importa nada realmente. Y se siente tan claro, tan obvio, que si la gente no se organiza, nada cambia. Que somos los que terminamos sosteniendo todo. Que el país avanza porque la gente camina, no porque ellos gobiernen.

Pero que broma

¿Cómo voy a arreglar un país si ni siquiera puedo salir a tiempo?,

¿Cómo puedo pensar en organizar a otros si no puedo organizarme a mí?,

¿Cómo quiero mejorar todo lo de allá afuera si vuelvo a hacer lo mismo de siempre aquí adentro?,

¿Cómo puedo hablar de futuro si no pude cerrar un logo?...

El claxon detrás corta todo de golpe.

La fila avanza un poco y sigo quieto. Levanto la vista.

El atardecer cae directo sobre la avenida, un naranja largo que se mete entre los autos y enciende todo lo que toca: los cristales, los cofres, las sombras extendidas sobre el pavimento.

Y entre esa luz aparece un vendedor de mangos.

Camina entre los vehículos detenidos, moviéndose por los huecos como si fueran parte de su ruta de todos los días. La camisa azul sobresale entre el brillo, y las bolsas que carga parecen llevar el atardecer adentro; la fruta se enciende del mismo color que el cielo, como si la luz hubiera caído de lleno y se hubiera quedado atrapada ahí.

Avanza con calma entre los coches, ofreciendo una bolsa aquí, otra allá, cambiándolas de mano sin prisa. El tráfico lo mantiene rodeado de clientes posibles y cada minuto detenido parece jugar a su favor. En medio de este caos lento, su recorrido tiene sentido, como si la tarde hubiera armado el escenario perfecto para él.

El auto frente a mí avanza unos metros.

Lo sigo, todavía con esa imagen atrapada en la vista: el azul, el naranja, las bolsas brillando entre los carros.