Cuando pienso en mí, no me veo como ese tipo relajado que la gente cree que soy. La verdad es que casi siempre siento que voy corriendo detrás de mis propios pasos. Quiero hacer las cosas bien, quiero llegar a tiempo, quiero organizarme… pero algo en mí se distrae, se enciende, se apaga, cambia de idea, y de pronto ya voy tarde otra vez. Y ahí empieza ese diálogo interno que no se calla: “¿neta otra vez?” “en qué momento se te fue la hora…” “ya, ya, concéntrate…” No lo digo en voz alta, pero lo siento en el pecho. Esa mezcla rara entre culpa y prisa, entre querer hacerlo diferente y terminar repitiendo patrones que me frustran. Me digo que mañana va a cambiar, que voy a poner orden, que ya es tiempo… y luego algo me jala hacia otra cosa, una idea, una imagen, un impulso que me parece urgente en ese instante. Sé que soy creativo, sí. Pero también sé que me pierdo en mis propias ideas. Que brinco de una a otra antes de terminar la primera. Que me emociono con un proyecto nuevo y dejo el anterior a medias. Que me distraigo, que improviso, que arreglo las cosas en el último minuto, y que luego me pregunto por qué vivo tan al borde de mí mismo. Y aunque intento verme como alguien “libre”, la verdad es que a veces siento que estoy improvisando todo el tiempo. Que no tengo un suelo firme. Que mi vida es una serie de pequeños remiendos que trato de sostener con humor para que no se note lo mucho que me gustaría sentirme estable. Me gusta aprender, me gusta crear, me gusta moverme… pero en los momentos en que estoy solo conmigo siento ese hueco, esa sensación de que debería tener más claro qué estoy haciendo. Que debería ser más constante, más disciplinado, más… algo. Y, aun así, me sigo diciendo: “vas a poder, solo enfócate tantito”.

Daniel Ortega